Valentina Oropeza

Historias

El poder detrás de la cloroquina

El texto fue publicado originalmente en Prodavinci el 8 de agosto de 2020, con el respaldo del Pulitzer Center.

Fotografía: Rodrigo Picón

Cuando Hitler invadió Holanda en 1940, Alemania se apoderó de casi todo el inventario de quinina disponible en el mundo para tratar la malaria o paludismo. Dos años después, Japón ocupó la isla de Java, donde se producía la quinina restante. Para impedir que los soldados estadounidenses murieran de paludismo mientras peleaban en el Pacífico, el gobierno del presidente Franklin D. Roosevelt ordenó que se probaran nuevos medicamentos para curar la enfermedad. Los médicos intentaron primero con Atabrine, pero se corrió el rumor de que causaba impotencia y los soldados se negaron a tomarlo. Entonces decidieron probar un medicamento hecho a base de quinina y sintetizado en Alemania: la cloroquina.

Los soldados febriles mejoraron después de tomar cloroquina y con el paso de las semanas bajó la mortalidad. Los investigadores comprobaron que impedía la reproducción del parásito malárico en los glóbulos rojos. Impregnados por el ánimo belicista de la Segunda Guerra Mundial, los médicos estadounidenses bautizaron la cloroquina como “la bala mágica”, porque causaba pocos efectos secundarios y funcionaba contra las cuatro especies del parásito.

Ochenta años después, algunos gobiernos y científicos depositaron en la cloroquina la esperanza de encontrar un tratamiento eficaz contra el coronavirus, impulsados por el apoyo político de otro mandatario estadounidense. Donald Trump apoyó el uso de los antimaláricos, especialmente la hidroxicloroquina, un derivado químico de la cloroquina elaborado con un átomo de oxígeno y otro de hidrógeno, formulación que lo hace más “ágil” para inhibir la reproducción de agentes infecciosos como virus y parásitos, explica el virólogo venezolano José Esparza.

Diez días después de que la Organización Mundial de la Salud declarara la pandemia, Trump dijo que la hidroxicloroquina y la azitromicina ofrecían una “oportunidad real” de convertirse en uno de los mayores factores de cambio en la historia de la medicina. Un grupo de investigadores franceses había reportado mejoras en veinte pacientes de covid-19 tratados con esos medicamentos y ensayos con células in vitro indicaban que los antimaláricos ayudaban a frenar la reproducción del virus.

Al dar positivo para covid-19, el presidente brasileño, Jair Bolsonaro, grabó un video en su despacho mientras tomaba una pastilla de hidroxicloroquina. En Venezuela, Nicolás Maduro felicitó a los científicos que trabajaban en la producción local de cloroquina difosfato contra el coronavirus, y el Ministerio de Salud ordenó tratar a los pacientes de covid-19 con cloroquina desde que comenzó el confinamiento, el lunes 16 de marzo de 2020.

La cloroquina y la hidroxicloroquina fueron uno de los cuatro grupos de medicamentos que la OMS incorporó a Solidaridad, un ensayo clínico global para probar la eficacia de tratamientos conocidos y disponibles para otras enfermedades, aplicados contra covid-19. Incluye el remdesivir, que se ha usado para el ébola y síndromes respiratorios; el lopinavir/ritonavir, usado para el VIH y el interferón β-1a, que trata la esclerosis múltiple.

Aunque investigadores alertaban sobre la falta de evidencia científica para demostrar que los antimaláricos eran eficaces contra el coronavirus, el lunes 18 de mayo Trump afirmó que tomaba hidroxicloroquina para prevenir el contagio. Cuatro días después, la revista científica The Lancet publicó un estudio que atribuía a la cloroquina y a la hidroxicloroquina “un aumento en el riesgo de arritmias ventriculares y un mayor riesgo de muerte hospitalaria” en pacientes de covid-19. El hallazgo obligó a la OMS a suspender temporalmente esos medicamentos del programa Solidaridad.

Un grupo de 174 médicos, científicos, estadísticos y especialistas en ética cuestionaron la calidad de la data y la metodología usada para sustentar los hallazgos en aquel estudio, basado en las historias médicas de 96.032 pacientes atendidos en 671 hospitales. Los registros fueron recabados por una consultora internacional desconocida llamada Surgisphere. Exigieron aclarar los términos de los acuerdos de intercambio de datos entre Surgisphere y los gobiernos y hospitales que proporcionaron información sobre los pacientes, pero los autores se negaron. En una carta dirigida al editor de The Lancet, pidieron que la OMS hiciera una verificación independiente de la data. La revista retiró el estudio y surgió la sospecha de que la cloroquina y la hidroxicloroquina perjudicaban al paciente en el tratamiento del coronavirus.

El misterio de la fiebre

Al igual que la covid-19, la malaria fue una infección mortal que nadie sabía cómo curar, desde la antigua Roma hasta finales del siglo XIX.

“La fiebre” se contagiaba en Europa en verano. Los romanos pensaban que se transmitía por el mal aire (mal’aria) que se propagaba como una miasma desde los pantanos cuando hacía calor. De allí el nombre de malaria. Había tantos enfermos con fiebre desde julio hasta septiembre en el Mediterráneo, que quien encontrara una cura dominaría un enorme mercado de pacientes temerosos de morir.

Apadrinados desde 1623 por el papa Urbano VIII, sobreviviente de la fiebre, los jesuitas buscaron plantas medicinales que sirvieran para fabricar medicamentos en sus boticas, durante las misiones a América y China en el siglo XVII. Descubrieron que los indígenas descendientes de los incas que vivían en las estribaciones de Los Andes trataban la fiebre ocasionada por el frío y la humedad con un té preparado con la corteza de un árbol que llamaban quina o cascarilla. En su descripción sobre América, titulada Historia del Nuevo Mundo, el cronista jesuita Bernabé Cobo lo llamó “el árbol de las calenturas”. El botánico sueco Carlos Linneo lo renombró luego como el árbol de cinchona.

Los jesuitas comenzaron a dar el té de la corteza de quina a pacientes febriles en Lima. Y se curaron. En las zonas cálidas del virreinato del Perú, los pacientes tenían fiebre cada tres o cuatro días, como ocurría en Europa con la terciana o la cuartana, también conocidas como fiebres intermitentes.

En vista de que las fiebres en América se parecían tanto a las de Europa, los jesuítas mandaron la corteza de la quina a sus hermanos en Roma para que la probaran con pacientes febriles en verano. También se curaron. Bautizaron el insumo como Corticus peruvianus (la corteza peruana), pero en Roma y en el virreinato del Perú lo conocían como “los polvos de los jesuitas”, cuenta la escritora Fiammetta Rocco en su libro sobre el origen de la quinina The miraculous fever-tree. The cure that changed the world (2012) (El milagroso árbol de la fiebre. La cura que cambió el mundo).

Con un control férreo sobre el comercio, la corona española impidió que otros imperios extrajeran semillas del árbol de cinchona de sus colonias en Sudamérica, mientras los polvos de los jesuítas cobraban popularidad en Europa.

El rey español Carlos III envió a un grupo de botánicos al virreinato del Perú en 1777, para recolectar muestras de cinchona y exponerlas en el jardín botánico de Madrid, una colección que los jardines de Viena, Frankfurt y Budapest no podían tener. Las colonias americanas se independizaron e ingleses, holandeses y franceses enviaron misiones secretas de botánicos para extraer semillas y plántulas de Los Andes, donde las repúblicas de Perú y Bolivia habían prohibido el tráfico de la quina.

En el verano de 1809, Europa comprobó que la fiebre podía cambiar el resultado de una guerra. 38 buques de línea, 36 fragatas y 600 embarcaciones de guerra trasladaron a cuarenta mil soldados británicos hasta la isla holandesa de Walcheren, para luchar contra las tropas de Napoleón Bonaparte, a finales de julio. Era la mayor expedición militar que Gran Bretaña enviaba al exterior. Como estaban tan cerca de casa, no habilitaron ni un buque hospital. Los médicos no tenían rango militar y el personal médico entrenado sumaba apenas 33 personas. No disponían de éter, cloroformo ni antibióticos modernos, tampoco de provisiones suficientes de la corteza de quina.

Napoleón le dijo a sus comandantes que no movieran un dedo contra los británicos. La fiebre intermitente se ocuparía de ellos. Cuando los franceses ordenaron abrir los diques para inundar el estuario de Scheldt, sin saberlo crearon el ambiente ideal para que se reprodujera el mosquito Anopheles, transmisor de la malaria, la causa desconocida para entonces de la fiebre.

Unos 3.400 hombres temblaban, tenían fiebre y no podían mantenerse en pie a dos semanas de desembarcar en Walcheren. A mediados de septiembre de 1809, cada semana morían 250 soldados. Los enterraban de noche, sin honores militares y con las antorchas apagadas, para amainar el temor y el desánimo de los febriles. Cuatro meses después de que las tropas comenzaran a enfermarse, más de 12.000 soldados fueron repatriados a Gran Bretaña. En febrero de 1810, cerca de 4.000 hombres habían muerto.

Aunque la medicina moderna atribuye las muertes de Walcheren a una mezcla de malaria, disentería y fiebre tifoidea, la mayoría de los soldados falleció por el agrandamiento del bazo, un síntoma de la malaria crónica causada por el Plasmodium falciparum, la especie más letal del parásito palúdico.

Once años después del brote de Walcheren, en 1820, los químicos franceses Pierre Joseph Pelletier y Joseph Caventou aislaron el alcaloide activo de la corteza de quina y lo llamaron quinina. Lo convirtieron en sulfato de quinina, una sal soluble más fácil de ingerir que los polvos de los jesuítas. El alcaloide es una sustancia química que cambia el PH de las células e inhibe la posibilidad de que agentes infecciosos como los virus o los parásitos se reproduzcan dentro de ellas. Por ese efecto se prueba su utilidad contra el coronavirus.

Tres años después de que Pelletier y Caventou aislaran la quinina, una compañía en Filadelfia empezó a producir industrialmente el sulfato de quinina. Durante casi treinta años prosperó la producción y venta de pastillas para curar la fiebre a base de quinina en Estados Unidos, pero la producción industrial colapsó después de que estalló la guerra civil en 1861.

Tras la experiencia de Walcheren, las autoridades británicas adoptaron el protocolo de entregar a sus militares dosis de sulfato de quinina como parte de sus provisiones personales cuando viajaban a los territorios colonizados. Prevenir la enfermedad de los soldados fortaleció la capacidad militar de Gran Bretaña para controlar a los pueblos colonizados, débiles a su vez por las fiebres intermitentes.

Los soldados ingleses mezclaron la quinina, de sabor amargo, con ginebra y limón en una bebida llamada gin tonic. El primer ministro británico Winston Churchill dijo que el gin tonic había salvado más vidas y mentes inglesas que todos los médicos del imperio. En 1870 se creó la Schweppes Indian Tonic Water, que mezclaba la quinina con una bebida espumante de naranja y azúcar creada por el empresario alemán Johann Jacob Schweppe, también conocida como agua tónica.

En 1880 se descubrió que la malaria era causada por el parásito Plasmodium. Diecisiete años después, se reveló que el paludismo se transmitía por la picadura del mosquito Anopheles y no por el aire contaminado, como se creía desde la antigua Roma.

Conscientes de la importancia de no exponer a sus tropas al ataque del Anopheles, los generales británicos y franceses que comandaban la campaña militar en Macedonia durante la Primera Guerra Mundial aplazaron el combate hasta octubre de 1915, cuando hacía frío y el mosquito no podía reproducirse. Sin embargo, la transmisión alcanzó cifras no vistas en Walcheren durante el primer año:

4.500 contagiados en julio de 1916.
7.500 en agosto.
9.000 en septiembre.
30.000 en octubre de 1917.
70.000 en diciembre.

En octubre de 1918, un mes antes de que terminara la guerra, 162.000 pacientes habían sido hospitalizados por paludismo. Solo fallecieron 821 porque trataron a todos los infectados con quinina hasta que la enfermedad desaparecía.

En el anexo VI del Tratado de Versalles, los alemanes se comprometieron a dar un cuarto de su producción de sales de quinina a los aliados como parte de las reparaciones después de la guerra.

Cuando los alemanes y los japoneses confiscaron la producción mundial de quinina, se volvió un producto escaso para todos los países endémicos de paludismo, entre ellos Venezuela.

A principios de los cuarenta, el doctor Arnoldo Gabaldón necesitaba doce toneladas de quinina para frenar la epidemia de malaria en los llanos venezolanos, cuando el paludismo era la primera causa de muerte en el país. Mandó a rociar las casas con piretro, un insecticida que se usaba contra los mosquitos en África y la India, pero los ahuyentaba solo por unos días.

Después de conseguir ocho toneladas de quinina, Gabaldón viajó a Washington para participar en una conferencia sobre malaria. Un general amigo le contó un secreto militar: Estados Unidos probaba en el sureste asiático un nuevo insecticida llamado dicloro difenil tricloroetano, DDT, para envenenar al mosquito transmisor del paludismo en las zonas donde peleaban los soldados estadounidenses. Apelando al reconocimiento internacional del que gozaba como científico, Gabaldón logró que le despacharan un primer cargamento de DDT, y lo usó por primera vez para un propósito civil en 1945: matar a los anofelinos de los llanos venezolanos.

Gracias a los ensayos que se hicieron con la cloroquina durante la Segunda Guerra Mundial, la ciencia comprendió cómo interfería la quinina en el desarrollo de la malaria, desde la época en que los pacientes eran tratados con los polvos de los jesuitas.

Una vez que el parásito es inoculado por el mosquito, llega al hígado a través de la sangre, donde se multiplica en miles de formas invasivas en los glóbulos rojos y se nutre de proteínas. Dentro del glóbulo rojo, el Plasmodium se transforma, se multiplica, y destruye los glóbulos rojos de forma periódica, por eso la fiebre ocurre cada tantos días. El parásito absorbe el hierro que produce la hemoglobina después de transformar al grupo hemo, tóxico para el parásito, en hemozoína, un pigmento negro que colorea el bazo y otros órganos del cuerpo. Si el parásito se acumula en las capilaridades del cerebro, puede causar malaria cerebral, y en horas, la muerte.

Cuando el paciente toma cloroquina como profiláctico, el parásito descubre que el medicamento ha llegado al hígado primero que él. La cloroquina bloquea la capacidad del parásito para convertir el grupo hemo en hemozoína, así que los glóbulos rojos se vuelven venenosos para el Plasmodium. Atrapado en esta prisión tóxica y sin poder desarrollarse, el parásito muere.

En 1961, mientras Venezuela era reconocida como el primer país en eliminar la malaria en un territorio de más de 400.000 kilómetros cuadrados, doctores en Camboya, Tailandia y Vietnam alertaban que la cloroquina ya no era tan eficiente. El parásito mutó y se volvió resistente a la cloroquina. La resistencia se expresa cuando el parásito se mantiene en la sangre a pesar de que el paciente ingiere diferentes dosis del medicamento.

En África se generó tanta resistencia a la cloroquina, que en algunos países se ilegalizó su prescripción. Médicos e investigadores entendieron que los medicamentos podían servir durante algún tiempo, y obligó a considerar la combinación de tratamientos para curar la malaria.

En su estimación más actualizada, la OMS calcula que 218 millones de personas se infectaron de paludismo durante 2018 en el mundo. 93% de los casos ocurrieron en África. Murieron alrededor de 405.000 contagiados.

En balanzas como ésta medían la dosis de quinina que se debía suministrar a los pacientes, durante la campaña antimalárica del doctor Arnoldo Gabaldón, desde finales de los años treinta en Venezuela Fotografía de Roberto Mata | RMTF

La evidencia frente a covid-19

Para combatir el coronavirus, los científicos buscan un medicamento que disminuya los síntomas y las complicaciones, las hospitalizaciones, el contagio y las muertes; acelere la recuperación del paciente y prevenga la infección, explica en una columna Amesh A. Adalja, médico internista especializado en enfermedades infecciosas e investigador del Centro Johns Hopkins para la Seguridad de la Salud. “Si bien es poco probable que se encuentre un solo antiviral que pueda lograr todo esto, cumplir uno solo es importante”.

Adalja señala que al comienzo de la pandemia se publicaron estudios observacionales que mostraban beneficios de la hidroxicloroquina. Pero como no había grupos de control para comparar los efectos en pacientes tratados con el medicamento frente a quienes no los hubiesen recibido, era imposible responder una pregunta clave: ¿La mejoría de los pacientes era producto de la hidroxicloroquina o solo el curso natural de la enfermedad?

Los dos ensayos clínicos más grandes hechos durante la pandemia con hidroxicloroquina muestran que el medicamento no genera beneficios en los pacientes con covid-19. Por el tamaño de sus muestras estos ensayos tienen mayor validez estadística que los que reportan mejorías en grupos pequeños que fueron tratados con hidroxicloroquina.

El primero es Recovery Trial, un programa coordinado por la Universidad de Oxford que cuenta con la data de once mil pacientes de 175 hospitales en Gran Bretaña. 1.542 pacientes recibieron hidroxicloroquina y 3.132 no la recibieron. No hubo “diferencias significativas” en la tasa de mortalidad de los dos grupos ni “evidencia de efectos beneficiosos sobre la duración de la estancia hospitalaria u otros resultados”. “Estos datos descartan de manera convincente cualquier beneficio significativo de mortalidad de la hidroxicloroquina en pacientes hospitalizados con COVID-19”, reportaron los investigadores de Recovery Trial, el viernes cinco de junio de 2020.

El segundo ensayo evaluó a 821 pacientes asintomáticos en Estados Unidos y Canadá. Publicado por la revista científica The New England Journal of Medicine, el miércoles tres de junio, indicó que la incidencia de covid-19 y enfermedades relacionadas en pacientes que tomaron hidroxicloroquina “no difirió significativamente” de los pacientes que recibieron el placebo. Las reacciones adversas fueron mayores entre quienes tomaron hidroxicloroquina, pero no fueron graves.

Un análisis del diario estadounidense Boston Globe, publicado a principios de julio, reveló que uno de cada seis de los 1.200 estudios científicos que se hicieron en el primer semestre de 2020 sobre el coronavirus estuvo dedicado a evaluar la efectividad de la cloroquina y la hidroxicloroquina, aunque no mejora la salud de los pacientes.

Vestidos con batas blancas, un grupo de médicos aseguró que la hidroxicloroquina curaba el coronavirus y no era necesario usar mascarillas, el lunes 27 de julio desde Washington. Trump retuiteó el video de la rueda de prensa. Después de que tenía 17 millones de reproducciones en Facebook, la compañía eliminó el video por considerar que difundía información falsa, al igual que Twitter y Youtube.

Ese lunes, la OMS reportó que 16.114.449 personas estaban contagiadas con el coronavirus en el mundo. 646.641 pacientes habían muerto.

Para agosto de 2020, cinco meses después de que se declarara la pandemia, miles de infectados con el coronavirus siguen recibiendo cloroquina e hidroxicloroquina. En la búsqueda de un tratamiento eficaz contra la enfermedad, la OMS y científicos independientes mantienen los ensayos clínicos con los antimaláricos.