Valentina Oropeza
HistoriasLa jubilación de Manuel
El texto fue publicado originalmente en Prodavinci el 15 de diciembre de 2019
Fotógrafo: Alfredo Lasry / RMTF
Los padres de Manuel le regalaron una cadena de oro cuando terminó la primaria. Pesaba veintiún gramos. Querían premiar su esfuerzo, demostrar que la educación era un compromiso familiar. Carmita y Manolo dejaron de estudiar cuando ella tenía catorce años y él diecisiete. Emigraron a Venezuela para escapar de la posguerra en España a finales de los cuarenta. Se casaron y se mudaron a Valle de la Pascua, en el estado Guárico. Manolo trabajaba como mecánico. Construyeron una casa con patio y un pequeño jardín, donde Carmita le enseñó a Manuel a cultivar plantas. Era un refugio de tranquilidad. De los cinco hijos, tres dejaron la escuela. La mayor se graduó de profesora en el Pedagógico de Caracas y Manuel entró en la Universidad Central de Venezuela para estudiar el ciclo básico de Ingeniería.
Ayudado por sus padres, Manuel se mudó a Caracas en 1982. Un día subió al segundo piso de la Escuela de Geología, Minas y Geofísica y vio restos fósiles de vertebrados por primera vez. El eje mayor del caparazón de una tortuga medía tres metros. El esqueleto de un cocodrilo medía siete metros. Databan de millones de años y fueron descubiertos en la Formación Urumaco, un famoso yacimiento de fósiles en el estado Falcón. En Valle de la Pascua no había museos geológicos. Frente a aquellas vitrinas decidió ser ingeniero geólogo.
Manuel se independizó a los veinte años, cuando Maraven le dio una beca de mil doscientos bolívares (casi 57 dólares). Recibía otros novecientos (42,6 dólares) como preparador de Geomorfología, Geología Histórica y Paleontología General. Con la preparaduría y la beca ganaba más que el sueldo mínimo en 1986. Esa Navidad compró regalos para toda la familia.
Maraven becaba a estudiantes que mantuvieran un promedio mayor a 14 puntos y se comprometieran a postularse para trabajar en la empresa apenas terminaran la universidad. Maraven, Lagoven y Corpoven eran filiales de Petróleos de Venezuela. Cada una exploraba, producía, refinaba y comercializaba petróleo y sus derivados. Competían por proyectos y reclutaban futuros profesionales en las universidades. Las filiales se crearon luego de la nacionalización de la industria petrolera que decretó Carlos Andrés Pérez en 1975. El Estado tomó control de los activos y operaciones de la compañía holandesa Shell y creó Maraven; la estadounidense Creole Petroleum pasó a ser Lagoven, y Corpoven surgió de la fusión de dos empresas venezolanas.
Manuel decidió hacer su tesis de grado sobre las rocas sedimentarias, donde principalmente se acumulan los hidrocarburos. Descubrió que le interesaba la Sedimentología. En las salidas de campo empezó a coleccionar rocas y minerales que le sorprendían. Se graduó de ingeniero geólogo con 15,8 puntos y envió su curriculum a Maraven en mayo de 1988. Seis meses después lo contrataron como geólogo de producción para optimizar la explotación de yacimientos petroleros. Tenía veintitrés años y ganaba siete mil quinientos cincuenta bolívares (192 dólares), tres veces más que el alquiler de su apartamento en el centro de Caracas.
La vestimenta formal era obligatoria pero Manuel solo tenía las franelas y los jeans que usaba en la universidad. La primera semana fue a trabajar con un traje y una corbata prestada. Un flux en Montecristo costaba doscientos cincuenta bolívares (6 dólares); un par de zapatos hechos a la medida en La Candelaria en Caracas costaban ciento ochenta (4,5 dólares). Asesorado por su hermana mayor y su cuñado, Manuel renovó el guardarropa gracias a la figura de “préstamo al nuevo empleado”, de quince mil bolívares (alrededor de 382 dólares), que otorgaba Maraven.
Cuando recorrió el edificio de la empresa en Chuao, le mostraron la farmacia donde podía solicitar los medicamentos prescritos por un médico con cobro al seguro. Había un gimnasio, un autolavado y una agencia de viajes que organizaría sus vuelos y taxis cuando fuera al interior del país. Le dijeron que Maraven facilitaba esos servicios para que el empleado no se preocupara por nada y se enfocara en trabajar y producir. Con una producción diaria de dos millones de barriles de petróleo, PDVSA era la empresa más importante de Venezuela y una de las primeras diez petroleras del mundo. Después de aquella bienvenida volvió orgulloso a casa. Quería demostrar que Maraven no se había equivocado al contratarlo.
En 1989 Manuel cumplió el primer año en la compañía. Compró un Fiat Premio usado en buenas condiciones. Maraven le asignó un tutor que lo orientaba personalmente; sus compañeros lo invitaban al cine, al teatro, a comer en restaurantes de cocina internacional. Manuel refinó sus modales en la mesa, aprendió a vestirse y a tratar con sus colegas. Le enseñaron a hablar en público.
El segundo año pidió un crédito para una vivienda que pagaría con diez años de servicio. En 1990 le dieron un millón seiscientos mil bolívares (31,5 mil dólares) y compró de contado un apartamento en Colinas de Santa Mónica de ochenta y seis metros cuadrados, con dos habitaciones y dos baños. Puso un estante para su colección de rocas y minerales. Los sábados visitaba los viveros de Santa Mónica y compraba plantas para su balcón. Los viveros le recordaban el jardín que había sembrado con su mamá en Valle de la Pascua. Pensó que cuando envejeciera y se retirara de PDVSA, tendría un vivero. A Manuel le descontaban tres por ciento de su sueldo cada mes para un plan contributivo de jubilación. Con eso podría pagarlo.
Lo ascendieron cuando cumplió tres años en la empresa. Manuel se fue al Zulia para ser geólogo de operaciones en el Lago de Maracaibo. Maraven se encargó de su mudanza, le dio un bono de reacomodo y pagó el alquiler de su vivienda.
Manuel hacía guardias de cinco a siete días en el Lago de Maracaibo. Revisaba con una lupa las muestras de roca que cortaba la mecha de perforación durante la construcción de los pozos. Decidía sobre el curso de las operaciones y reportaba a sus supervisores por fax o buscapersona. No había celulares en 1991. Le aterraba navegar por el Lago cuando había tormentas eléctricas. Una noche de relámpagos desapareció uno de los obreros con los que viajaba en la lancha hasta una gabarra. Lo buscaron toda la noche y apareció en el agua al amanecer, agarrado al trípode de un pozo. Después de que pasó el susto, el hombre contó que el marullo —la ola característica del Lago de Maracaibo, que se mece hacia delante y hacia atrás— lo botó de la lancha con los pantalones abajo. Intentaba defecar hacia el agua en la oscuridad.
Manuel volvió a Caracas en 1994, requerido por Maraven, y eligió hacer una carrera técnica en lugar de una administrativa. A los treinta y un años regresó a la UCV para hacer una maestría en Ciencias Geológicas y especializarse en Sedimentología. Lo nombraron sedimentólogo de producción; era responsable de enseñar a geólogos más jóvenes. En las salidas de campo descubrió que le gustaba la docencia. Empezó a preparar guías de estudio, cursos y presentaciones sobre Sedimentología.
La colección de Manuel crecía con cada viaje. Durante unas vacaciones en México compró una daga de obsidiana, un cristal volcánico negro y tornasolado que tenía un dios azteca tallado en el mango con incrustaciones de turquesa y malaquita. En otras vacaciones visitó el páramo merideño con Manolo y Carmita. En las montañas se sintió pleno y en paz, como cuando estaba en el jardín de su casa en Valle de la Pascua o en los viveros de Santa Mónica. Cambió su ideal de retiro. Quería abrir una posada en las montañas de Los Andes.
Cuando cumplió diez años en Maraven, en 1998, le dieron un pin de oro con un rubí. Los años de trayectoria determinaban el valor de la piedra: zafiro para quince años, esmeraldas para veinte, un brillante para los treinta. Las filiales ya se habían fusionado en una PDVSA que producía más de tres millones de barriles de petróleo al día y aspiraba a ser menos burocrática, un modelo de negocio que seguían otras industrias petroleras internacionales.
Cuando Hugo Chávez fue electo presidente de Venezuela por primera vez, Manuel decidió obtener la nacionalidad española. Desconfiaba de la vocación democrática de Chávez porque era militar y había tratado de dar un golpe de Estado. PDVSA transfirió a Manuel a Puerto La Cruz en el año 1999 y le asignó una oficina con vista a la Bahía de Pozuelos. Chávez comenzó a nombrar directores y gerentes de PDVSA sin carrera en el sector petrolero, una práctica que muchos empleados rechazaban. Las tensiones se acumularon hasta que decidieron parar PDVSA en 2002.
—¿Cuánto tiempo va a durar el paro? —preguntó Manuel a una gerente de la refinería de Puerto La Cruz en una asamblea de trabajadores.
—El paro es hasta que él se vaya —respondió la gerente.
—¿Y si no se va? —insistió Manuel.
—¡Tiene que renunciar!
—¿Cuál es el plan B si no renuncia?
—No hay plan B.
Manuel estaba contrariado. Si había trabajado con adecos y copeyanos, ¿por qué no podría hacerlo con los chavistas? No se sumó al paro. Su jefe le dijo que cuando Chávez saliera, pagaría las consecuencias de su decisión. Al mismo tiempo, los chavistas no confiaban en él, sospechaban que iba a la oficina para sacar información.
Chávez despidió a casi la mitad de los empleados de PDVSA y la oficina de Manuel quedó vacía. Los compañeros expulsados le dieron la espalda, asumieron que se había quedado en la empresa porque era chavista. Durante cuatro o cinco meses no cobró sueldo, no funcionaba el correo electrónico, no tenía acceso a las bases de datos especializadas ni al sistema de administración del personal. Perdió sus vacaciones ese año porque el sistema no las mostraba y su jefe no estaba para certificar que eran válidas. Los que se quedaron decían que el sistema no funcionaba por el sabotaje de los que se fueron; la gente que se fue alegaba que era impericia de quienes se quedaron.
Con una plantilla técnica desmantelada, ascendieron a Manuel y a todos los de la “vieja PDVSA”. Pero lo destituyeron cuando protestó porque la cédula de su papá, beneficiario del seguro médico de PDVSA, apareció en una lista de firmantes en el referéndum revocatorio contra Chávez publicada por la empresa. La persona bajo su cargo pasó a ser su jefe y a Manuel le encomendaron ver muestras de pozos y pasar informes diarios, las mismas tareas que hacía cuando comenzó en Maraven.
Tres años después, una geóloga que trabajó en Lagoven supo de la situación de Manuel y lo invitó a trabajar en su equipo. Lo promovieron a un cargo gerencial. En 2013 le dieron un pin sin piedras preciosas por sus 25 años en la empresa. Mientras más responsabilidades tenía, más compromiso político le exigían. Una directora ejecutiva le dijo que no podían tolerar que criticara al gobierno por las redes sociales. Manuel respondió que era un profesional y un ciudadano, y que escribiría lo que le diera la gana. Si no lo querían allí, que lo jubilaran.
En abril de 2018 se fue de vacaciones a España con la intención de quedarse. Familiares le ayudaron a pagar el pasaje y se hospedó en casa de amigos porque el dinero no le alcanzaba para pagar hoteles. Tenía cincuenta y cinco años, era demasiado joven para jubilarse; estaba en plenas condiciones para trabajar, liderar proyectos, formar a geólogos en PDVSA. No estaba dispuesto a desperdiciar treinta años de carrera sin llevarse los beneficios del retiro. Pero la hiperinflación destruyó su sueldo y ya no le alcanzaba para comer. Ganaba el equivalente a nueve dólares mensuales.
Manuel le dio vueltas a la idea de generar otros ingresos, pero nunca había trabajado en nada que no fuese geología o petróleo. Se sentó en la cama, miró a su alrededor y entendió que sus pertenencias eran los activos que tenía para sobrevivir.
En diciembre de 2018 vendió por Mercado Libre la daga de obsidiana con un dios azteca tallado en el mango e incrustaciones de turquesas y malaquita. La entregó indignado, no entendía cómo alguien tenía dinero para comprar un adorno mientras él no podía costearse un mercado. Le pagaron el equivalente a cincuenta dólares. Con eso compró una bola de jamón planchado, dos panetones y los ingredientes para hacer las hallacas.
En enero de 2019 no tenía con qué comer. Lo más valioso que podía vender era la cadena de oro de veintiún gramos que le regalaron sus padres cuando terminó la primaria. Nunca pensó que tendría que deshacerse de ella. Cuando un comprador preguntó por la cadena en Mercado Libre, Manuel sintió dolor de estómago. Se repitió a sí mismo que debía desprenderse de ella, no la usaba porque era peligroso. Vivió cuatro meses con los ochocientos cincuenta dólares que obtuvo por la cadena.
Luego vendió los libros de tapa dura de su colección del Señor de los Anillos, los de Harry Potter y la saga de Dan Brown. Después las ediciones baratas, dos chaquetas de cuero, seis trajes, dos cinturones, dos guayaberas y un mantel bordado que compró en España.
Manuel fue a visitar a sus padres en Valle de la Pascua durante sus vacaciones en julio de 2019. Decidió no ir en su carro; si se accidentaba no tendría dinero para repararlo. El viaje en carrito por puesto le costó doscientos mil bolívares (casi 27 dólares). Su sueldo era ciento sesenta y cinco mil bolívares (22 dólares). En el trayecto se cuestionó para qué trabajaba en PDVSA si su salario valía menos que un pasaje de autobús.
Manuel llegó a la casa de Carmita y Manolo, se acostó en una hamaca frente al patio y contempló las plantas que cultivó desde niño con su mamá. Reconoció que no aguantaba más. Lloró. Pediría su jubilación después de las vacaciones.
Estigmatizado como opositor, lo sacaron de la oficina con vista a la Bahía de Pozuelos cuando regresó de vacaciones, y lo instalaron en una oficina en el sótano, sin aire acondicionado. Las moscas se le paraban encima; su nuevo escritorio estaba cerca de un baño que nunca limpiaban. No podía dormir pero tampoco tenía fuerzas para levantarse de la cama. Se sentaba en el sofá y se quedaba mirando la colección de rocas y minerales. Buscó ayuda médica. Le diagnosticaron depresión.
Firmó el finiquito en octubre de 2019. Le correspondía el equivalente a novecientos ochenta dólares en el mercado paralelo. Pero se lo pagaron en la última semana de noviembre. Por la devaluación le alcanzó para comprar poco más de cuatrocientos. El seguro de PDVSA le debía facturas por medicamentos desde septiembre y le dieron una tarjeta de alimentación de poco más de tres dólares.
Las ventas por Mercado Libre le enseñaron a desprenderse; ya había renunciado a la cadena de oro, a sus libros, su ropa, al sueño de retirarse en las montañas de Los Andes. Salir de PDVSA era el último capítulo de ese aprendizaje. Solo le faltaba abandonar la ilusión de enseñar Sedimentología.
Días después de cobrar el finiquito, un ingeniero de PDVSA lo invitó a dar una clase de Petrografía Sedimentaria. No había pago. Manuel sintió que valía la pena compartir su conocimiento con geólogos jóvenes. El primer lunes de diciembre dio la clase. No ha vuelto a PDVSA.
Manuel cotizó en el seguro social durante treinta y un años pero todavía no tiene sesenta, la edad para recibir la pensión. Sin más ingresos, buscó un nuevo empleo. Ahora vende equipos de Directv en una empresa en Puerto La Cruz. Se levanta temprano para ir a la oficina, está reconstruyendo su rutina. En el primer mes de jubilación de PDVSA cobró el equivalente a tres dólares.
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Todos los valores en dólares se calcularon utilizando la base de datos del tipo de cambio del Banco Central de Venezuela y la de Ecoanalítica.