Valentina Oropeza
Historias“Tengo el virus, no sé qué hacer”
El texto fue publicado originalmente en Prodavinci con el apoyo del Pulitzer Center, el miércoles 15 de abril de 2020.
Fotografía: Alfredo Lasry / RMTF
El doctor Lenin Chaustre sigue el mismo protocolo en cada llamada, sin importar que vaya por su tercer día de guardia, sea de madrugada y necesite dormir. La ficha del sistema indica que llama una paciente de 32 años para una consulta sobre COVID-19. No tiene fiebre, tos, ningún síntoma respiratorio. Solo urticaria.
A través de un micrófono conectado a unos audífonos, Lenin saluda y le pregunta a qué se debe su consulta. Ella leyó en las redes sociales que un porcentaje mínimo de pacientes infectados con el coronavirus sufren de urticaria. Ella la tiene, quiere hacerse una prueba diagnóstico para confirmar si está infectada con el virus.
—No vaya a la clínica si no tiene síntomas —dice Lenin.
—Tú no me estás sirviendo para nada —responde la paciente.
—¿Ha estado expuesta a algún químico? —replica el doctor, haciendo uso de la dosis de paciencia que le queda.
—Lavé ropa con cloro.
—Si tiene la piel sensible puede tener una alergia.
—Eres un desconsiderado. No sirves para nada.
Lenin sabe que ella tiene miedo, pero no cede. No contradecirá la recomendación de la Organización Mundial de la Salud y todos los médicos que han luchado contra la pandemia del coronavirus en China, Italia, España: evitar ir a los centros de salud donde podría pescar el virus por exponerse al contacto con saliva o moco de pacientes infectados. Aunque ello implique un cambio de paradigma en la atención de emergencias sanitarias.
—¿Y entonces qué hago? —insiste la paciente.
—Quédese en casa.
Lenin Chaustre es médico cirujano, tiene 28 años y quiere especializarse en Medicina Interna y Gastroenterología. Durante los últimos tres años ha trabajado en la central telefónica de Venemergencia, una compañía venezolana de atención domiciliaria de emergencias, fundada con el criterio que rige hoy todos los intentos mundiales por frenar la transmisión del COVID-19: evitar que la gente vaya al hospital o a la clínica si no es necesario, y colapse el sistema sanitario.
Los médicos Andrés Simón González Silen y Luis Velázquez Díaz fundaron Venemergencia en 2004. Mientras hacían guardias en el Hospital José María Vargas en Caracas, se dieron cuenta de que la mayoría de casos que llegaban a Emergencia se dividían en dos grupos: pacientes que morían porque nadie les había dado primeros auxilios y pacientes que no habrían necesitado ir al hospital si hubiesen tratado sus dolencias en casa. La formación en primeros auxilios era la solución para ambas situaciones, una materia que no figuraba en el pénsum de Medicina ni en la educación primaria o secundaria en Venezuela.
La técnica fundamental de primeros auxilios es la reanimación cardiopulmonar (RCP): compresiones en el pecho y respiración boca a boca. El objetivo es mantener el suministro de oxígeno a través de la circulación de la sangre, para que las células del cuerpo se mantengan vivas mientras llega la ayuda profesional. La Asociación Estadounidense del Corazón indica que una persona puede morir en ocho o diez minutos si su corazón se detiene y no llega sangre oxigenada al cerebro. Para evitarlo, se comprime el pecho entre cien a ciento veinte veces por minuto para reemplazar mecánicamente el corazón o treinta compresiones por cada dos respiraciones de rescate.
Las afecciones cardíacas son la principal causa de muerte en Venezuela y el mundo; en la mayoría de los casos, cuando alguien se desploma sin razón aparente, se debe a un infarto.
Andrés Simón y Luis se propusieron dar talleres de primeros auxilios los fines de semana. ¿Pero quién pagaría por un curso dictado por dos estudiantes de Medicina que parecían adolescentes? Ofrecieron los talleres para los guías de un campamento de verano en Yaracuy. Eran chicos de quinto año de bachillerato y comienzos de la universidad, que durante las vacaciones tendrían a su cargo a niños que jugaban al aire libre. Andrés Simón y Luis lograron que el Colegio San Ignacio, donde habían estudiado, les prestara una sala y un retroproyector; imprimieron en acetato las láminas que hicieron en Power Point.
Luis aprendió a dar RCP en bachillerato, cuando formaba parte del centro de excursionistas del colegio. Andrés Simón no sabía cómo hacer la reanimación cardiopulmonar. La única referencia que tenían sobre cursos presenciales de primeros auxilios era el que dictaba la Cruz Roja, en su sede de San Bernardino en Caracas. Cada sábado durante dos meses, daban clases sobre la actividad eléctrica del corazón y otros tecnicismos que a Andrés Simón y a Luis les parecieron más dirigidos a personal médico que a gente corriente. Por eso decidieron enseñar la reanimación cardiopulmonar en un día, con un lenguaje sencillo que cualquiera pudiera entender.
Cuando iban a ensayar la clase, se dieron cuenta de que no tenían muñecos para simular el colapso del paciente y practicar la RCP. Dentro de una chaqueta metieron una bandeja y debajo una almohada. La bandeja simulaba la dureza del esternón, el hueso que recubre el corazón y se une a las costillas superiores y a las clavículas. La almohada imitaba la holgura de la caja torácica, que se ensancha cada vez que inhalamos y se contrae cuando exhalamos. Para ilustrar las respiraciones boca a boca, le quitaron la cabeza a una muñeca y le pusieron una bolsa con un tubo por dentro, para fingir la expansión del pecho cuando se infla por la boca.
Se sintieron exitosos cuando el campamento les pagó el primer curso. Pero no habían conversado sobre qué harían con el dinero. Ambos tuvieron la intuición de que no debían tocarlo; si uno retiraba su parte, el otro tendría que hacer lo mismo. Sin proponérselo, Andrés Simón y Luis descubrieron que guardar el dinero era un gesto de respeto mutuo.
Cuando reunieron doscientos dólares, Andrés Simón aprovechó un viaje para visitar a sus padres, que vivían en Miami, y compró dos simuladores de látex, un muñeco grande de adulto y uno pediátrico. Al papá de Andrés Simón, el cirujano y urólogo Luis González-Serva, le pareció interesante el nuevo hobby de su hijo, pero le advirtió que tendría que dejarlo cuando la carrera de Medicina se volviera más exigente.
A medida que dictaban cursos, Andrés y Luis incorporaban protocolos que recomendaba la Asociación Estadounidense del Corazón y otras instituciones internacionales para la formación en primeros auxilios. Explicaban la evaluación inicial del lesionado: cómo valorar los síntomas de una persona en emergencia. Luego instruían sobre la cadena de supervivencia, pasos que van desde identificar los síntomas y llamar a los servicios de Emergencia, hasta hacer RCP y usar desfibriladores, máquinas que restituyen el funcionamiento del corazón con descargas eléctricas. Destinaban todo el dinero a comprar desfibriladores, muñecos, y nuevos equipos que les permitieran expandir los cursos.
Mientras estudiaban cuarto año de Medicina, Andrés Simón y Luis diseñaron un logo y registraron la marca de Venemergencia. Decidieron ofrecer los cursos a empresas en lugar de particulares para ampliar el impacto con el mismo esfuerzo.
Cuando terminaban los talleres, los asistentes pedían botiquines de primeros auxilios para sus casas o autos. Compraron cajas de herramientas y armaron botiquines básicos con algodón, adhesivo, tablilla, yodo, curitas, gasas y una tijera. Las cajas de acetaminofén llevaban la indicación: “Una tableta cada seis horas si tiene dolor o fiebre”. Compraron una impresora a color para imprimir cruces rojas y las pegaban en las cajas con papel contact, el mismo que usaban para forrar los libros en el colegio. Con el tiempo, confeccionaron botiquines intermedios, avanzados y especiales para las empresas.
—¿Ustedes tienen ambulancia? Necesitamos una este fin de semana para una boda —les preguntó un amigo que tenía una compañía de seguridad para eventos.
—¿Para qué quieren una ambulancia si pueden tener dos paramédicos? —respondió Andrés Simón.
Compraron una tabla espinal, que se usa para inmovilizar al paciente con sospecha de lesión en la columna vertebral durante el traslado. Andrés Simón y Luis pasaban los fines de semana rodeados de mesoneros que despachaban tequeños desde las cocinas de las fiestas o bajo carpas que instalaban en competencias deportivas en universidades y escuelas.
Un año después de registrar Venemergencia, los llamaron al teléfono fijo del apartamento de Andrés Simón, el número de contacto de la empresa que aparecía en Internet. La compañía que gerenciaba el teleférico de Caracas abrió una licitación para instalar un puesto fijo de enfermería en el parque Ávila Mágica.
Mientras otros propusieron poner un médico con una ambulancia todoterreno en la cumbre de la montaña, Andrés Simón y Luis ofrecieron instalar a dos paramédicos con radios en el parque; si había una emergencia, ellos pondrían a los paramédicos en contacto con especialistas que pudieran ayudarlos. Esos especialistas eran sus profesores en la Escuela Vargas. El traslado se haría en una cabina del teleférico que siempre debía estar disponible para emergencias. Cuando les informaron que habían ganado la licitación, se dieron cuenta de que lograron el primer contrato que no podían acometer ellos solos.
En un portal de empleos, publicaron una convocatoria para contratar a tres paramédicos. Imprimieron los currícula y Andrés Simón entrevistó a los candidatos en una panadería en Chacao. Ninguno había recibido formación universitaria en asistencia de emergencia o prehospitalaria. Unos eran bachilleres con cursos de primeros auxilios; otros habían adquirido experiencia informal en hospitales o grupos de rescate. En Venezuela no había centros técnicos o de educación superior donde formarse como paramédico.
Para inaugurar el puesto de enfermería fija en Ávila Mágica hicieron un simulacro de emergencia. Mandaron a parar el teleférico y ensayaron cómo meter la tabla espinal en la cabina cuando tuvieran un paciente inmovilizado. Al día siguiente, llegaron a clases con las radios prendidas para comunicarse con los paramédicos.
Mientras veían materias prácticas como Medicina Interna y Cirugía en quinto año, a mediados de 2005 se promulgó una reforma a la Ley Orgánica de Prevención, Condiciones y Medio Ambiente de Trabajo (Lopcymat), que exigía a las empresas hacer exámenes médicos a sus empleados y trasladarlos hasta los laboratorios donde serían evaluados.
Las empresas que tenían servicios de enfermería fija con Venemergencia pidieron que la compañía se ocupara de los chequeos de la Lopcymat. No tenía sentido trasladar quinientos empleados a un laboratorio, así que harían las evaluaciones en las enfermerías. Contrataron a los residentes que les daban clases; en un día pagaban lo que el residente ganaba por un mes de trabajo en el hospital. Hacían tantos chequeos a la semana, que armaron un laboratorio propio en un consultorio del papá de Andrés Simón en San Bernardino. Llevar el laboratorio hasta el paciente le ahorraba horas de espera y la incomodidad de ir en ayunas, y al empleador le evitaba el traslado de los trabajadores.
Para evitar que el paciente llegara a un hospital o una clínica si no era necesario, diseñaron un sistema de atención domiciliaria de emergencias médicas y lo ofrecieron a aseguradoras. Instalaron un centro de llamadas para que los pacientes se comunicaran con médicos que podían orientarlos en primeros auxilios y tratamientos básicos. Mandaban al médico en una moto, manejada por un paramédico, hasta la casa del paciente para chequearlo, atenderlo, y decidir si había que trasladarlo en ambulancia. Siete de cada diez casos se resolvían con una “moto-ambulancia”. Solo 10% llegaba a la clínica.
Una vez que se graduaron, el doctor González-Serva comenzó a preocuparse porque Andrés Simón no había empezado a estudiar Cirugía.
—Papá, nos vamos a enfocar en atención domiciliaria —le dijo Andrés Simón por teléfono cuando le preguntó cuándo iría a Estados Unidos a presentar los exámenes de nivelación para el posgrado.
—Cuidado con los cursitos y los botiquines que tú tienes que ser cirujano.
En lugar de iniciar un posgrado, Andrés Simón y Luis se inscribieron en cursos de atención de emergencias en la Asociación Americana del Corazón, la Asociación Nacional de Técnicos Médicos de Emergencia en Estados Unidos, y en el Colegio Americano de Cirujanos. Luis estaba listo para hacer el posgrado en Medicina Interna, pero Andrés Simón no lo estaba para Cirugía. Si querían prosperar, debía aprender a gerenciar una empresa. Invitó a su papá a Caracas, le mostró la compañía que habían creado y le dijo que no iba a ser cirujano. Ya se había inscrito en el IESA para hacer la maestría en Administración.
Cuando al doctor González-Serva le diagnosticaron cáncer en Estados Unidos, Andrés Simón montó en su apartamento todo lo necesario para atenderlo. El doctor volvió a Caracas y se agravó. Venemergencia acababa de mudarse a un edificio en Chacao y Andrés Simón debía reunirse con un representante de la alcaldía, porque los vecinos se habían quejado. No querían tener ambulancias cerca. Cuando regresó a casa, su padre había muerto.
Para profesionalizar a los paramédicos, Andrés Simón y Luis crearon la Fundación Venemergencia y se aliaron con la Universidad Simón Bolívar, para lanzar en 2017 el diplomado Proveedor de Auxilio Médico de Emergencia, un curso teórico-práctico de seis meses que enseña a los asistentes desde RCP hasta la atención de partos de emergencia.
Crearon un servicio de emergencia médica comunitaria para dar cursos de primeros auxilios a brigadistas en barrios de Caracas. Mientras habilitaban un servicio de telefonía que conectara a los 16.000 voluntarios que habían entrenado en zonas vulnerables, entendieron que podían crear un sistema de telemedicina de acceso público que conectara a los habitantes de Caracas.
En diciembre de 2019, mientras el gobierno de una ciudad china llamada Wuhan reportaba el contagio de un virus desconocido desde un mercado de mariscos, las alcaldías de Chacao, El Hatillo, Baruta y Sucre suscribieron el convenio gratuito de telemedicina de acceso público.
Una vez que Venezuela entró en cuarentena, el lunes 16 de marzo de 2020, Venemergencia habilitó un cuestionario digital para ayudar a los usuarios a descartar síntomas del COVID-19, y comenzó a recibir alrededor de cincuenta llamadas al día, el doble que antes del confinamiento. La empresa también abrió un servicio de atención telefónica para orientar a venezolanos que viven en el exterior.
En la central telefónica, Lenin ha tratado por teléfono desde subidas de tensión y traumatismos por caídas hasta crisis depresivas. Una noche, una mujer le dijo que se sentía desolada, quería suicidarse. Aunque las llamadas no duran más de diez minutos, Lenin conversó con la paciente durante casi una hora, hasta que la convenció de que llamara a unos amigos que vivían cerca para que la acompañaran a superar aquel momento sombrío. Solo cuando supo que estaba acompañada, Lenin colgó el teléfono.
En tiempos de COVID-19, reciben llamadas durante la madrugada de pacientes mayores que tienen miedo a estar infectados. Lenin ha escuchado la misma afirmación decenas de veces: “Tengo el virus, no sé qué hacer”. En la mayoría de los casos, los pacientes confirman tener las amígdalas blancas e inflamadas; es común que hayan tenido amigdalitis semanas antes. Con firmeza, les dice que no tienen síntomas del coronavirus y les recomienda ir al médico sólo si los síntomas se agudizan 72 horas después de la conversación. En promedio descarta siete de cada diez llamadas de pacientes que dicen estar convencidos de que tienen el virus.
Venemergencia ha recibido 37.000 visitas para recibir información y 12.950 consultas digitales sobre el COVID-19 en los últimos 16 días. De ellas, 10.000 han sido calificadas como casos de riesgo leve; 2.950 ameritaron llamadas y seguimiento, y se recomendó ir a un centro de salud para una consulta presencial aproximadamente a 500 personas.
Después de colgar con la paciente que tenía urticaria, Lenin terminó su turno a las siete de la mañana, se montó en el carro y trató de echar gasolina. El policía que custodiaba la fila le dijo que no le importaba si era médico, no había gasolina para nadie. Al día siguiente, tomó el metro en Catia a las 6:20 de la mañana, y antes de llegar al trabajo, recorrió catorce estaciones sin sentarse ni tocar las barandas.