Valentina Oropeza

Stories

100 Hours of darkness

El texto fue publicado originalmente en Prodavinci el 12 de marzo de 2019

Fotógrafo: Manaure Quintero

Despierto y miro el celular. 5:12 de la mañana del viernes 8 de marzo de 2019. Llevamos 12 horas sin luz. Me gustaría dormir pero no paro de pensar. Ayer compré carne y el congelador está apagado. También preparé pollo con arroz para el almuerzo. ¿Podré comérmelo todavía? Todo el mundo dice que la comida se salva de un apagón si no se abre la nevera. ¿Y cómo se salva uno de la hiperinflación si la comida se pudre por falta de electricidad?

Me siento en la cama. No distingo el estante ni el escritorio, la oscuridad es maciza. Pienso en mi prima Yuru y su barriga de tres meses. Ayer publicó en Instagram el primer eco del bebé. O la bebé. Vive en Acarigua, una ciudad caliente del estado Portuguesa, al occidente de Venezuela. ¿Cómo habrá pasado la noche sin aire acondicionado?

Se me ocurren tantas preguntas. ¿Alguna vez habíamos vivido un apagón tan largo en Caracas?
Mi tía Laima vivía en Valencia y una vez me dijo que en Caracas no entendíamos lo que sufría el interior del país por el deterioro de los servicios públicos. El gobierno, en ese entonces Hugo Chávez, se cuidaba de que en Caracas no faltara luz ni agua, como en otros estados. En Carabobo, por ejemplo, el agua del grifo salía marrón. Tan marrón que mi tía Laima y mi prima Amelia habían perdido la ropa blanca. Aprendieron a ponerse ropa oscura para evitar el disgusto de encontrar las camisas manchadas después de lavarlas con detergente y quitamanchas. Por la luz también sufrían. Cuando mi tía Laima me contaba que había pasado cuatro horas sin luz, sentía pena por ella y alivio por nosotros. El alivio egoísta de quien se cree a salvo de un riesgo que no puede controlar. Cuando se les agotó la capacidad para proteger la nevera de los apagones y la ropa del agua sucia, mi tía Laima y mi prima Amelia se fueron a Lima. Ahora están lejos de una cotidianidad caótica, aunque no de la tristeza de haber dejado familia, casa, trabajo.

Tengo 29% de batería en el teléfono. Lo uso como linterna para buscar una de verdad pero no tiene pilas. Camino hacia la cocina y abro el grifo. Hay agua, un milagro. El hidroneumático del tanque no funciona sin electricidad. Seguramente quedó agua en las tuberías. Me lavo la cara y me cepillo los dientes. Abro el filtro y sale agua potable. La salvación. No tomé la previsión de almacenar agua en un botellón, así que usaré dos ollas y los cuatro recipientes plásticos más grandes que tengo. Están limpios y disponibles para recoger agua. Menos mal que cocino poco.

Sale el sol y me atrevo a sacar fruta y leche de la nevera. Anabel y Alfonso, celulares en mano, buscan señal por el jardín.

—¿Has escuchado algo? —pregunta Anabel.

—¿Tienes idea de cuánto va a durar esta vaina? —dice Alfonso.

Les cuento que a uno de mis grupos de WhatsApp mandaron la captura de un tuit de Luis Motta, el ministro de Energía Eléctrica, una hora después de que se fuera la luz. Les tomaría tres horas arreglar la falla, decía. Ya habían pasado 15. “Nojoda, esto va para largo”, dice Alfonso, derrotado por su propia sospecha.

¿Y los hospitales? ¿Habrá muerto mucha gente en los hospitales? Eso me pregunto pero no lo digo. Ya le escribí por WhatsApp a varios médicos pero los mensajes no salen.

Alfonso propone cargar los teléfonos en el carro. Prendemos la radio y logramos sintonizar una emisora de Unión Radio. Dicen que es un apagón nacional, 22 de 23 estados. Están al aire gracias a una planta eléctrica propia. Motta dijo que sabotearon el sistema eléctrico. El teléfono carga muy lento. Entrevistan a la periodista Luz Mely Reyes, directora del portal Efecto Cocuyo, a quien le contaron que había una falla en el sistema digital que gobierna la represa de Guri, el corazón hidráulico de la generación eléctrica en Venezuela. Todos sabemos que dependemos de Guri, aunque pocos conocen el entramado técnico que implica esa dependencia. Nos miramos las caras. Mi teléfono llega a 30% de batería.

Llamo cinco veces a casa de mis padres y el teléfono no repica ni una vez. Cae ocupado o no suena. Decido cruzar la ciudad para verlos. Viven en un edificio de puertas eléctricas; imanes codificados hacen de llaves. Sin electricidad son inútiles y todas las puertas quedan abiertas; cualquier ladrón puede entrar a sus anchas. Subo por las escaleras porque no funcionan los ascensores. Bajan vecinos con botellones de plástico vacíos y suben vecinos con botellones goteando. La Organización de Naciones Unidas dice que una persona necesita de 50 a 100 litros de agua por día para vivir con dignidad. Esos botellones cargan 20 y surten a familias. Últimamente llega agua al edificio una vez a la semana, un motivo constante de pena para mi mamá. No poder limpiar a fondo, no poder bañarse cuando uno quiere, no poder lavar la ropa hasta que se acumule mucha. No poder, no poder. Lo hemos razonado con rabia, con frialdad, con resignación, y siempre terminamos haciéndonos la misma pregunta: ¿Hasta cuándo?

Mis padres se alegran cuando escuchan la cerradura. Como tienen cocina eléctrica, me preocupa que no hayan comido en muchas horas. Dos familias vecinas que tienen cocinas de gas les habían preparado la cena del día anterior y el desayuno de esa mañana. Justo en ese momento les calentaban el almuerzo. Paso a darles las gracias y uno me dice que faltan 64 horas para resolver la falla. La luz volverá el domingo en la tarde. Se lo contó un amigo que trabajaba en el gobierno. El problema es la transmisión, no la generación. Lo miro atónita. Quedarnos sin luz hasta el domingo en la tarde me parece un disparate. Generación, transmisión, distribución. ¿Por qué los ciudadanos tenemos que preocuparnos por eso? En una clase de Ciencias Políticas de la maestría nos dijeron que los electores votamos para delegar en los políticos las funciones públicas que no nos interesa asumir como individuos.

WhatsApp revive de repente y recibo un mensaje de Yuru, pregunta por mis padres. La noche sin brisa estuvo dura, la señal va y viene. Me cuenta que el apagón la agarró en una oficina de Digitel. Desde diciembre, la empresa no registra los pagos por transferencia. El crédito de las tarjetas de Yuru quedó tan rezagado por la hiperinflación que no le alcanza para afiliar el servicio. Digitel se quedó sin línea y Yuru no pudo pagar la renta. Les dijo que confiaba en su “sensatez” y esperaba que no le cortaran el servicio en pleno apagón. Mi tía, su mamá, vive en Caracas y es su única herramienta para saber cómo está.

Vuelvo a casa preocupada por la predicción de las 64 horas. Alfonso, mi vecino, estuvo en la plaza de Los Palos Grandes, donde se espera a Juan Guaidó para un acto por el día de la mujer. Quizás allí pueda enterarme de algo, encontrar algún amigo, quejarnos hasta el abrazo. Con generación propia, cuatro lugares tienen luz en esa zona del municipio Chacao: una farmacia, un restaurante, un panel de energía solar y la tarima donde hablará Guaidó. Me encuentro a Helena haciendo fotos. El papá de una vecina suya, un anciano de 92 años que depende de una máquina para respirar, no murió ahogado porque lo auxilió la Alcaldía de Chacao. Un hombre nos pregunta si es verdad que el gobierno dijo que la luz volvería el lunes. Una mujer escuchó que Guri se quedó “en negro”. Un muchacho veterinario dice que va camino a la clínica donde trabaja. Ayer operó a un perro atropellado y no puede hacerle las placas para ver cómo está. Guaidó dice que la mitad de los hospitales no tiene plantas eléctricas. Nadie sabe por qué el país está apagado.

La luz regresa un rato el sábado. Conecto el teléfono para que se cargue, mientras llamo a los expertos en el sistema eléctrico que tengo en la agenda de contactos. El primer teléfono no repica, el segundo suena ocupado, el tercero no cae. La cuarta llamada repica, cae y atienden. Es un ingeniero con 30 años de experiencia, especializado en análisis de riesgo de la compañía estatal Electrificación del Caroní (Edelca). Desde los años sesenta, Edelca produce, transporta y comercializa más de 60% de la energía eléctrica del país. El hombre tiene señal porque vive en Bolívar, el primer estado donde se restableció el servicio.

El ingeniero pide anonimato, como siempre. Edelca lo reclutó a los 24 años, cuando estaba a punto de graduarse de la universidad en Caracas. Trabajó en la segunda etapa de la construcción del Guri en los ochenta. Luego en las represas de Macagua, Caruachi y Tocoma, que no se terminó porque paralizaron la obra. Estaba orgulloso de su trayectoria, aunque los últimos años en la empresa fueron miserables. Lo confinaron a un escritorio sin competencias ni personal. Fue cada día a perder el tiempo, 8 horas de 24, hasta que lo jubilaron. Luego volvieron a llamarlo para que asesorara cuando había fallas. Le gusta regresar a Guri, aunque los militares lo revisen y lo miren como si fuese un extraño en su propia casa.

Cuando volvió a tener luz y conexión a Internet, el ingeniero empezó a recibir reportes de compañeros que trabajan en Edelca. El jueves, el día que empezó el apagón, hubo un incendio forestal en la subestación Malena, al norte de Bolívar. Por allí pasan tres líneas de transmisión que llevan 765 kilovoltios. Son arterias que distribuyen la energía eléctrica que produce Guri a través de 5.000 kilómetros a casi todo el país. Por eso los estados del centro y el occidente están especialmente afectados. Zulia, Mérida, Trujillo y Portuguesa serán los últimos estados en recibir corriente. Yuru está entre esas últimas. Pienso en la barriga. Las líneas de transmisión suelen estar calientes; si se produce un incendio, se activan los mecanismos para proteger al sistema de un colapso y se apagan las máquinas. Cortar los árboles y la maleza en los corredores donde están las líneas es la primera medida que los manuales de mantenimiento recomiendan para evitar situaciones como la del jueves.

Cuelgo y tengo mensajes de Yuru. Ya no tienen agua corriente ni potable. Todo le da asco y náuseas por el embarazo. No tolera entrar a un baño con uso y reuso, no aguanta saber que no se ha lavado el cabello en dos días. Un amigo de su esposo tiene tanque y les ofrece agua para bañarse en una caballeriza. Es el único lugar de su finca donde todavía tienen agua.

En septiembre de 2015, la periodista Fabiola Zerpa publicó en el portal Armando.Info una investigación donde dice que Corpoelec no cumplía los protocolos de mantenimiento de las líneas de transmisión por falta de helicópteros. Los riesgos de incendios en los corredores de las líneas ya causaban apagones entonces. En 2017, la Asamblea Nacional alertó que si los incendios ocasionados por actividades agrícolas y la quema de basura llegaban a las líneas de transmisión, “dejarían sin fluido eléctrico a varios estados del país”. Las tres crisis de energía eléctrica más graves que ha vivido Venezuela, en 2003, 2010 y 2016, ocurrieron durante las temporadas de sequías.

Llega el domingo y seguimos sin luz. La profecía del vecino se cumple, vamos camino a superar las 64 horas desde que le agradecí el almuerzo con arroz y camarones que le preparó a mis padres. Impotente y desarmada, frente a una vela en el jardín de mi casa, pienso que si el país atraviesa su momento más oscuro, yo puedo afrontar el mío. Saco la laptop y escribo mi recuerdo de un secuestro que viví hace unos meses. No había podido hacerlo hasta ahora. Siento miedo, regresan los gritos, los tiros, la pistola en la cabeza. Aunque no tiene sentido, la oscuridad me hace pensar que los tipos aparecerán armados y blindados por la impunidad. Confío en que si lo escribo, esa sensación se irá. Cuando queda 20% de batería, vuelve la luz.

Le escribo a Yuru. Lleva 73 horas sin servicio eléctrico. Las circunstancias no dejan cabida para el asco y limpiar el charco de sangre de carne, pollo y pescado que salía de la nevera la ayudó a distraerse. Botó un lomo de atún, un pollo, carne molida, unas guayabas, unas moras, unas arepitas de yuca y todo el queso que había, por si acaso. Casi toda la comida. Unos amigos de su esposo se mudaron a un hotel en Acarigua que tiene planta eléctrica. 65 dólares la noche. Irán con ellos para comer algo caliente. Quizás se puedan bañar. Yuru ha tratado de mantenerse tranquila por el bebé pero tiene más de un día que no sabe de mi tía.

Cuelgo y reviso las redes. Leo que el secretario ejecutivo de la Federación de Trabajadores de la Industria Eléctrica de Venezuela confirmó la historia del ingeniero de Edelca. Dijo que el personal técnico capacitado para lidiar con la emergencia había emigrado. Mi tía Laima, la de Valencia, me pregunta por WhatsApp cómo estamos. Desde que se enteró que no teníamos luz, ha llamado a mi mamá mil veces.

Murieron 24 personas en hospitales públicos por la falla eléctrica, dice el infectólogo Julio Castro en Twitter. Explotó un transformador detrás del centro comercial Concresa en Caracas, hubo saqueos en Maracaibo, las colas para echar gasolina en Caracas alcanzan el primer kilómetro y la gente maneja a contramano. El gobierno decretó feriado escolar para que los niños no llegaran listos para no ver clases en escuelas que no tienen luz ni agua. Ninguna cisterna puede recargar, los llenaderos están militarizados. La trabajadora humanitaria Susana Raffalli advierte por Twitter que la “emergencia sanitaria” será por falta de agua.

La conexión a Internet de Cantv, la principal del país, se cae el lunes al mediodía, así que no puedo ver la sesión parlamentaria en la que se decreta la emergencia nacional por el apagón. Comparto esta nota con mis editores con una conexión inalámbrica desde mi teléfono, pero luego no puedo enviar la versión corregida. Justo antes de ir a dormir, suena el teléfono. Es Yuru. Después de 100 horas de apagón, llega la luz a su casa en Acarigua, el tramo que sería el último en prenderse según el ingeniero de Edelca. Su esposo logró comprar una planta y la instaló en el balcón, horas antes de que regresara la electricidad.

Despierto el martes y miro el celular. El gobierno ya no culpa del apagón al imperio ni a una iguana, como ocurrió alguna vez. Ahora acusa de forma inverosímil a Luis Carlos Díaz, un periodista venezolano y activista de derechos humanos que forma ciudadanos en temas digitales. Mientras reviso las denuncias del caso, llega un mensaje de Yuru del día anterior. “Prima, estos días he sido una persona resiliente. Lucharé por mi bebé contra lo que sea”.