Valentina Oropeza
StoriesEscaping Somalia
El texto fue publicado originalmente en el diario venezolano El Nacional el 17 de febrero de 2013
Fotografía: Valentina Oropeza
LIBEN/ETIOPÍA
Sólo vehículos 4×4, manejados por baquianos, pueden conducir a un periodista extranjero hasta los cinco campos de refugiados instalados en Liben, una llanura infinita de tierra rojiza que hierve a más de 40° centígrados en el sur de Etiopía. Allí sobreviven más de 150.000 somalíes que cruzaron la frontera para escapar de la sequía y de un conflicto armado que acumula más de 20 años.
Bokolmayo y Melkadida fueron los campos abiertos en 2008 para atender a miles de somalíes que huyeron de una sangrienta ofensiva lanzada contra el Estado por Al Shabaab, la milicia islamista que se bautizó a sí misma como pupila de Al Qaeda en el Cuerno de África. Kobe, Helawen y Buramino fueron construidos a mediados de 2011 para albergar a las víctimas de la peor sequía padecida por Somalia en los últimos 60 años.
Los trabajadores de las organizaciones humanitarias que me ayudaron a planear la visita a Liben me pusieron en contacto con Aragaw, un conductor que descifra rutas sin mapas ni avisos; y Mohamed, un intérprete del somalí al inglés que derriba cualquier alcabala militar apostada en la entrada de un campo, apertrechado con respuestas ocurrentes a preguntas maliciosas.
El Gobierno etíope vetó el acceso de reporteros extranjeros a Dolo Ado, un pueblo localizado a 5 kilómetros de Somalia y a 40 del norte de Kenia, desde donde se despacha la asistencia humanitaria a los refugios. En esta triple frontera de límites desdibujados confluyen pobreza, armas, civiles vulnerables y militares en plena cacería de militantes de Al Shabaab, blanco prioritario de la inteligencia antiterrorista estadounidense.
Contra todo pronóstico, recibir la solicitud de una periodista venezolana para visitar los campos les alegra; es una oportunidad para mostrar a Etiopía como un reducto de seguridad militar y gobierno estable en el Cuerno de África. En Addis Abeba, capital del país, los funcionarios del Ministerio de Comunicación e Información y de la Administración para Asuntos de Refugiados y Retornados otorgan con diligencia los permisos para tomar fotos y hacer entrevistas.
Los trabajadores de organizaciones no gubernamentales extranjeras sugieren que no me confíe. Advierten que el poder militar etíope controla la distribución de la asistencia, infiltra funcionarios de inteligencia en los refugios y condiciona la presencia de la cooperación internacional a una obediencia marcial a sus reglas de juego, aunque ello complique la entrega de la ayuda.
En vista de que sólo disponemos de autorización para entrar en los refugios durante un día, Mohamed y Aragaw sugieren visitar Kobe, Helawen y Buramino, los tres campos que se fundaron en 2011 y se encuentran a 4 horas de camino por tierra desde Dolo Ado.
Seguimos una lista de precauciones para garantizar la seguridad de la expedición: usar velo como las mujeres musulmanas que viven en los refugios; llevar una decena de botellas de agua potable para la jornada; evitar ingerir alimentos preparados en los campos para prevenir indigestiones; y regresar a Dolo Ado antes de las 7:00 de la noche, cuando comienza el toque de queda que los militares etíopes impusieron para facilitar la captura de milicianos tentados a secuestrar occidentales blancos de los que pueden sacar un jugoso financiamiento.
Alguien comenta que al final de la tarde, en la mitad del desierto, puede avistarse el entrenamiento de niños somalíes que son reclutados por las tropas etíopes como guías para luchar contra las milicias armadas en Somalia porque conocen bien el terreno. Inútil tratar de indagar en el rumor, nadie quiere ensartarse en detalles sobre dónde, cómo y cuándo tienen lugar las supuestas sesiones de adiestramiento.
Somalia ha vivido sumida en la violencia y el caos desde la caída del dictador Siad Barre en 1991. La lucha entre clanes por el control del territorio y los recursos, la amenaza de secesión por parte de las regiones y el surgimiento de una milicia islamista que reivindica la instalación de un gobierno regido por la Sharia desataron un combate sin cuartel que convirtió a Somalia en el ejemplo clásico de Estado fallido.
Moverse en el desierto
Tras rodar cuatro horas por un desierto sembrado de tukuls (viviendas en forma de hongo construidas con troncos de árboles y ramas secas) llegamos a Kobe, también conocido como el Campo de la Muerte, donde fallecían hasta 10 niños menores de 5 años por día debido a cuadros crónicos de desnutrición en agosto de 2011.
Kobe es una explanada de tierra amarilla minada por tiendas de campaña vestidas con lonas blancas que llevan impreso el logo del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur). La llegada de un vehículo desconocido con extranjeros causa revuelo. Los niños se abalanzan, alegres y curiosos, mientras gritan el único saludo en inglés que se saben de tanto repetirlo: “How are you? How are you?”.
Cuando se descubren a sí mismos retratados en la pantalla de una cámara digital, estallan de alegría. “En los desiertos de Somalia no hay espejos, es la primera vez que se miran a sí mismos”, me explica Mohamed.
Faner Manum se abre paso entre el tumulto y nos permite entrar en su tienda de campaña. Su madre Fátima está dentro, sentada con los brazos cruzados sobre un colchón incrustado en el suelo de tierra. A los 74 años de edad, parece no tener fuerzas ni para levantar la cabeza. Con una seña casi imperceptible le ordena a Faner que arrime un par de trastos y los acomode a modo de sillas para recibir a la visita.
“Perdimos nuestra tierra y nuestros animales. Antes éramos pastores. Ahora sólo somos refugiados. Caminamos durante 11 días y llegamos muy débiles. Después de 4 meses de vivir en Kobe, me quedé ciega. Me duelen los huesos y no me sacan de aquí porque no puedo moverme. A pesar de todo lo que hemos sufrido, no nos iremos de este lugar hasta que mi nieto de 3 años cumpla 18 y pueda decidir qué hacer con su vida”, dice Fátima.
Hay tres maneras de atravesar Somalia: en automóvil, opción reservada para familias adineradas; en carretas empujadas por burros, propiedad de campesinos y pequeños comerciantes; y a pie, la fórmula más peligrosa, desgastante y barata que existe para cruzar las estepas de ese país. Los niños, ancianos y mujeres embarazadas integran la población con más riesgo de perecer en interminables caminatas bajo un sol candente, o por ataques de animales salvajes o milicianos escondidos en los bosques durante la noche.
Deshidratación, desnutrición, sarampión, infecciones respiratorias, diarrea y lesiones musculares figuran entre los principales padecimientos atendidos por el equipo de Médicos Sin Fronteras (MSF) durante el peor momento de la crisis humanitaria en 2011. El personal de la organización que trabaja dentro de Somalia calcula que apenas 10% de las mujeres que sufren abusos sexuales buscan atención médica. El temor a la discriminación social inhibe a la mayoría de las víctimas a denunciar las violaciones.
Menú sin opciones
La incursión avanza hacia Helawen, un campo tan asentado que cuenta con galpones en la entrada donde sirven almuerzos, así como tenderetes donde se puede reponer el agua potable y comprar chucherías. A las 2:00 de la tarde, Mohamed y Aragaw advierten que es tiempo de almorzar y piden pasta con carne en salsa de tomate y coca-cola lo más fría posible. Recomiendan no esperar cubiertos, en Somalia la pasta se vuelve un bolo compacto con la mano y se lleva a la boca tras agradecer a Alá la bendición de sentarse en una mesa llena de alimentos.
Este menú es un privilegio que sólo pueden costear los empleados de las organizaciones internacionales. Dado que los refugiados no tienen permiso de trabajo y no ganan dinero, no tienen acceso al comercio local a menos que logren salir de los refugios, una vez más a través del desierto, y consigan un medio de sustento en las comunidades cercanas. Pocos lo reconocen abiertamente, pero quienes nacieron en Liben resienten que los recursos invertidos en la zona se destinen a mantener a los refugiados somalíes, en lugar de promover el desarrollo local.
Muchos refugiados no están conformes con la ayuda que reciben. Mariam, por ejemplo, vive en una tienda de campaña en Hellawen con sus cuatro hijos de 9, 7, 4 y 2 años de edad. Su marido murió en Somalia en medio de un fuego cruzado. Asegura que desde que llegó a Dolo Ado hace más de un año, sus hijos no han podido comer pasta, carne o leche, productos básicos en la dieta somalí. “No puedo alimentar a mis hijos como se lo merecen. Aunque agradezco que abran escuelas dentro del campo para que los niños tengan una infancia normal, la comida debería mejorar. Vivimos en la mitad del desierto y no podemos trabajar. Las madres no tenemos forma de darle a nuestros hijos lo que necesitan”.
El Programa Mundial de Alimentos de la ONU suministra semanalmente raciones de 2.100 calorías diarias por persona. Las cestas se componen de cereales, granos, aceite vegetal, sal, azúcar y soya. Giorgia Testolin, jefa de la sección de refugiados de esta agencia humanitaria en Addis Abeba, alega que no pueden almacenar leche y carne en climas tan calientes como el de Dolo Ado, y aclara que no suministran pasta porque no figura entre los productos que los países donantes les proveen.
Agotados por el calor y dopados por la digestión, proseguimos la ruta a Buramino, el campo de refugiados más próximo a Dolo Ado. Como si hubiésemos acordado tener una entrevista, nos topamos con Nour Koriere Mahamour, padre de 11 niños, que decidió emprender un viaje de 7 días en carro hasta Etiopía para pedir a Acnur, MSF o al Gobierno etíope que financiara una intervención quirúrgica para su hija Hali, una pequeña de 3 años que sufre hidrocefalia, y un tratamiento para su hijo Mehrir, un niño de 6 años que tiene malformaciones en las piernas.
Aunque los especialistas de MSF le explicaron que deben abrir dos huecos en la cabecita de Hali para drenar el líquido que le aprisiona la cavidad cerebral, Nour tiene miedo de que la niña no supere una operación “tan arriesgada”. Lamenta haber tenido que dejar en Somalia a su segunda esposa y a nueve de sus hijos, pero está decidido a llegar hasta Kenia si es preciso para curar a sus pequeños. “Si no consigo a nadie que me ayude aquí, me marcharé de vuelta a Somalia. Allá está mi casa y es donde debe crecer mi familia unida”.
Se acerca el atardecer y es hora de emprender el regreso a Dolo Ado. Si cae la noche, será imposible orientarnos en el desierto. Más allá de una empinada cuesta de piedra, se escuchan disparos. Mohamed le hace una seña a Aragaw para que acelere. Al costado izquierdo del camino, un grupo de adolescentes practica tiro al blanco con fusiles kalashnikov, mientras otros hacen flexiones en el suelo, al compás de las órdenes que profiere un militar menudo y mal encarado. Pregunto quiénes son, qué hacen allí. Mohamed ya no es el intérprete, ahora es quien da las órdenes: “No se te ocurra sacar la cámara. Hay que salir de aquí lo antes posible”.